RIO DE JANEIRO, Brasil.- Brasil, el país con la cuarta mayor población penitenciaria del mundo, ha comenzado 2017 enfrentándose al eterno debate de qué hacer con sus prisiones. Una pregunta recurrente cada vez que ocurren fugas o matanzas entre rejas, pero que ahora más que nunca exige una respuesta urgente. El motivo: el asesinato de 56 presos y la huida de casi 200 en el motín carcelario registrado en la madrugada del domingo al lunes en Manaos, en el estado de Amazonas.
El drama de las cárceles en Brasil: hacinamiento, motines y guerras entre bandas rivales
Tras el motín carcelario de este 2 de enero, donde 56 reclusos fueron asesinados y otros 200 huyeron, el presidente Michel Temer anunció este jueves un plan de seguridad, que incluye la construcción de cinco nuevos penales.


Pese a que las rebeliones con decenas de muertos y heridos son relativamente frecuentes en Brasil, lo ocurrido en el complejo penitenciario de Anísio Jobim ha encendido las alarmas por tratarse de la segunda masacre más grave en la historia del país. El único precedente con mayor número de víctimas ocurrió en 1992 en Carandiru (São Paulo), donde 111 reclusos fallecieron tras la represión policial de otro motín. El episodio fue reflejado una década después en el cine.
Una y otra tragedia tienen explicaciones diferentes. En el caso de Manaos, los muertos no se produjeron por tiros de los agentes, como en Carandiru, sino por una disputa entre organizaciones criminales enfrentadas por el control del narcotráfico. Sin embargo, un elemento en común se repite en ambas matanzas, así como en tantas otras registradas año tras año en las cárceles brasileñas: el hacinamiento en sus celdas.
Si hace 25 años la prisión de Carandiru albergaba más del doble de presos de los que debía, la cárcel de Anísio Jobim casi triplicaba su capacidad cuando estalló la rebelión el pasado domingo. Según la Secretaría de Administración Penitenciaria del estado de Amazonas, 1,224 personas estaban detenidas allí pese a que la cifra máxima recomendada era de apenas 454.
Lo mismo sucede en el resto del país. Según las estadísticas más recientes, recogidas a finales de 2014 por el Ministerio de Justicia, en esa fecha había alrededor de 622,000 reclusos en las cárceles brasileñas, frente a una capacidad máxima de 372,000. Seis de cada diez son negros y la mayoría tiene menos de 30 años.
En ese contexto de superpoblación, existe el problema añadido de la falta de separación entre presos de distintos niveles de peligrosidad. El presidente Michel Temer abordó la cuestión este jueves y adelantó que las cárceles que se construyan a partir de ahora “deberán tener edificios distintos”. “Uno para abrigar a aquellos que practican los delitos de mayor potencial ofensivo y otro para los de menor potencial ofensivo”, explicó, durante una reunión con sus ministros en el Palacio de Planalto.
Cinco nuevas prisiones
El discurso de Temer fue el primero en el que se refirió a la masacre de Manaos, después de más de 72 horas de silencio y tras haber recibido críticas por su tardanza en reaccionar. “Quiero solidarizarme con las familias que tuvieron a sus presos victimados [muertos] en aquel accidente pavoroso”, dijo, antes de librar de responsabilidad al poder público dado que las instalaciones “estaban privatizadas”.

Presionado para anunciar los primeros detalles de un Plan Nacional de Seguridad que se espera hace meses y aún no ha salido del papel, el presidente adelantó la construcción de cinco nuevas prisiones federales destinadas a “líderes de alta peligrosidad”. Cada una tendrá hasta 250 plazas y costará entre 40 y 45 millones de reales (entre 12.5 y 14 millones de dólares). El presidente no se comprometió con plazos concretos para su puesta en marcha.
Además, con el fin de evitar que los miembros de las organizaciones criminales se comuniquen con el exterior de las cárceles, el Gobierno destinará otros 150 millones de reales (47 millones de dólares) para instalar inhibidores de frecuencia de teléfonos móviles en al menos un tercio de dichos centros.
“Fracaso del Estado”
Las medidas, de dudosa eficacia para algunos especialistas en seguridad, buscan mantener bajo control a las bandas rivales de narcotraficantes. Sólo en el último año se registraron 378 muertes violentas en prisiones brasileñas, como consecuencia de enfrentamientos, incendios y otras causas no naturales.
Para la organización Human Rights Watch, todo ello demuestra el descontrol y abandono del sistema penitenciario en el mayor país de América Latina. “En las últimas décadas, las autoridades han abdicado gradualmente de su responsabilidad de mantener el orden y la seguridad en las prisiones”, criticó este miércoles su directora en Brasil, Maria Laura Canineu.
“El fracaso absoluto del Estado en este sentido viola los derechos de los presos y es un regalo en manos de las facciones criminales, que utilizan las cárceles para reclutar a sus integrantes”, advirtió Canineu. “Mientras el Estado no garantice la seguridad de los presos, esas facciones continuarán creciendo y perjudicando la seguridad dentro y fuera de los muros de las prisiones”.