“En Guatemala hay mucha violencia contra los niños. No tienes salida”

Este es el testimonio de una inmigrante indígena guatemalteca de 17 años, que estudia en la escuela Met West High y forma parte del programa 67 Sueños en Oakland.

Jenny Manrique updated
Por:
Jenny Manrique.
"Hoy pienso que todas las cosas que me han pasado tenían un propósito. Ahora puedo decir que soy fuerte, que no estoy avergonzada de nada. Estoy muy orgullosa de donde vengo, de mi cultur, de mi gente. Soy una luchadora y soy indígena".
"Hoy pienso que todas las cosas que me han pasado tenían un propósito. Ahora puedo decir que soy fuerte, que no estoy avergonzada de nada. Estoy muy orgullosa de donde vengo, de mi cultur, de mi gente. Soy una luchadora y soy indígena".
Imagen iStock

Ale, como pidió ser llamada, es una inmigrante indígena de Guatemala que tiene 17 años. La conocí en Oakland a través del programa 67 sueños, que comenzó en 2010 como una campaña para ampliar la cobertura del Federal Dream Act y que hoy ofrece un espacio extracurricular para que niños y jóvenes de distintas escuelas como el Met West High School —donde ella estudia— o el Oakland International High School, hagan una pasantía de un año.

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En él aprenden a “pensar críticamente sobre temas de derechos humanos, la relación entre el desplazamiento forzado que sus familias viven y las políticas de EEUU en sus países que los obligan a migrar, así como el tratamiento del trauma fuera de la terapia o de las ayudas de servicios sociales”, explica Linda Sánchez de 25 años, indígena zapoteca de Oaxaca quien es la directora de programas de 67 sueños.

“Tenemos un staff muy joven, mentores entre 18 y 20 años que hacen conversatorios en las escuelas para ofrecer el programa a niños indocumentados. Hacemos círculos de sanación, usamos músico-terapia y curanderos comunitarios. Si los traumas son muy severos, los derivamos a terapia cerciorándonos que es un espacio seguro y culturalmente competente”, agrega Sánchez. “En este momento trabajamos con 15 jóvenes, somos su soporte emocional, entendemos por los traumas que han pasado y les enseñamos cómo expresarse y crear relaciones humanas”, puntualiza Sánchez.

Esta es la historia de Ale en su propia voz:

Me vine para acá cuando tenía 4 años. Mi papá vino primero a San Diego y allí encontró trabajo. Nos mandaba dinero porque en Guatemala hay mucha pobreza y mucha violencia y más en la aldea que vivíamos fuera de la ciudad: Todos Santos, Cuchumatán.

Allá en Guatemala hay mucha violencia contra los niños. Hay las pandillas norteños y sureños, dependiendo de dónde vives, te agarran. Tenía una prima de 13 años que un día salió de la escuela y no llegó a casa. El pueblo empezó a buscarla y la encontraron muerta. La habían enterrado debajo de la tierra. Empezaron a investigar y resulta que la habían violado, la habían cortado, la habían maltratado mucho. Dijeron que era la pandilla porque su papá les debía dinero. Y la policía no hace nada y también mata. No tienes salida.

Un día llegamos a un acuerdo de traerme a mi y a mi mamá y mi papá ordenó todo. Pagó a un coyote para que nos guiara el camino hacia acá, cruzamos el desierto y él allí nos estaba esperando. Empezamos nuestro viaje en San Diego donde pudimos arreglar las cosas para ir a Florida donde mis tías.

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Necesitábamos dinero para pagar comida, coyotes y más personas que nos podían ayudar pero en el camino hubo un accidente. Todos estábamos viajando en un carro pequeño, migrantes de México, Guatemala, El Salvador. Estábamos yendo en el camino por Nebraska cuando el carro perdió el control y se dio vuelta como unas tres veces en la nieve. En ese accidente mi mamá murió. Fue muy rápido, yo tenía cuatro años y como estábamos muy apachurrados en el carro me habían puesto a dormir acostada en las piernas de ambos tapada con una cobija. Mi mamá estaba más cerca de la ventana, cuando desperté estaba acostada en la nieve y mi papá llorando agarrándola, abrazándola, diciéndole que no se vaya.

Yo no más estaba parada ahí, no sabía qué había ocurrido, no sentí nada, estaba como traumada. Después la ambulancia vino, la migración vino, la policía vino, algunos trataron de escapar pero no pudieron porque estaban muy heridos. Otros migrantes habían perdido la vida también junto con mi mamá. Allí me pusieron en una ambulancia y volví a estar consciente y quería ir con mi papá , yo tenía miedo no conocía a la gente, lloraba y me pusieron una anestesia para dormir .

Después del funeral mandamos a mi mamá a Guatemala para que fuera enterrada allí, nos quedamos en Nebraska por al menos un año, esperando a ver si nos iban a deportar. Nos dejaron quedar por haber perdido a mi madre y porque no podía quedarme sin mi padre. Nos vinimos a Oakland donde una tía. Fue duro porque no conocíamos a nadie. Mis tías también eran migrantes sin papeles, trabajaban mucho para sobrevivir con sus familias.

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Vivimos 2 o 3 años con mi tía. Mi papá se volvió alcohólico desde el accidente y se enfermaba por tanto tomar, no encontraba tanto trabajo y se gastaba todo el dinero en alcohol. Después de 3 años, viviendo aquí en Oakland, él comenzó una relación a distancia con mi madrastra que estaba en Guatemala y mandó dinero para que ella viniera. Ella tuvo que dejar a su hija de 8 años con sus abuelos. Era duro pero me adapté porque yo necesitaba una mamá, una compañera con quien hablar, necesitaba una mujer que me podría dar consejos y así fue. Después de 13 años se embarazó y tuvo a mi hermanito y su hija se graduó de la escuela en Guatemala y a los 18 años la trajeron y aquí vivimos todos juntos. Me siento completa. La felicidad de la familia te pone en esta situación donde sientes que debes luchar por ellos para salir adelante.

Durante la escuela algunas veces me discriminaban por el tono de color que tengo y mi acento. El lenguaje que yo de verdad hablo es MAM y me llamaban indígena. Eso me puso mal porque yo empezaba a odiarme a mí misma, me daba vergüenza de dónde venía, mi idioma, el color que yo traía. Pero llegando a high school tenía la oportunidad de elegir un intership y fui a ver 67 sueños. Al principio casi no hablaba, no quería trabajar con otros niños del programa, no más quería estar sola. Estaba muy encerrada y callada. Tenía mucho miedo de abrirme y ser maltratada otra vez.

Yo no estaba pensando en tener terapia con nadie o agarrar consejos (sic). La primera persona con quien hablé fue uno de mis mentores en 67 sueños. Un día tenía muchas cosas en el hombro, me sentía muy ahogada y decidí hablar con él y me ayudó mucho.

Cada año tenemos workshops donde ellos traen a una mujer que trabaja con plantas de nuestra cultura, hacemos círculos, nos contamos historias. Aprendemos a hacer tés. Usamos medicinas naturales, no pastillas. Si estamos en un momento donde ya casi nos explota la cabeza, respiramos de una manera que nos pueda relajar. Un muchacho vino a enseñarnos diferentes instrumentos especiales que él había hecho con sus propias manos. Hizo una sesión para relajarnos, acostarnos en el suelo y cerrar los ojos y escucharlo tocar el instrumento. Todos dijimos cosas diferentes de lo que produjo el sonido pero fue muy terapeútico.

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Hoy creo que esas cosas pasaron en mi vida porque tenían un rol. Ahora yo de verdad puedo decir que soy fuerte, no me avergüenzo de nada, estoy muy orgullosa de donde vengo, de mi cultura, de mi pueblo y de mi gente. Soy una luchadora y soy indígena.

“Ahora tenemos un presidente que quiere deportarnos, dice que somos malos y que no mas vinimos acá para hacer daño pero eso no es cierto. Él no sabe lo que tenemos que pasar cuando estamos cruzando el desierto. Un lugar muy seco donde no podíamos encontrar ni agua. Algunos tenían comida y otros no, pero aprendimos a compartir. Y aquí estamos.

*Este artículo fue producido como parte de un proyecto de la Beca Nacional del USC Center for Health Journalism.

Vea también:

<b>Anita Estrada, enfermera</b>: “Creo que siempre he tenido pensamientos suicidas, incluso en la niñez. Nunca lo intenté de pequeña pero recuerdo pensar: bueno, espero acostarme a dormir y no despertar. Crecí en un hogar cristiano y el suicidio era un pecado, así que nunca se lo conté a nadie. Todo se hizo más obvio en mis veintes cuando me diagnosticaron depresión con ansiedad atípica, y después de mi primer intento lo cambiaron a desorden bipolar. Mi último intento fue en 2011 y fue muy feo. En esa época yo no quería estar medicada por el resto de mi vida, así que, contra la voluntad de mi médico, dejé de tomar las pastillas. Dejé de comer y de dormir y después intenté quitarme la vida. Estuve hospitalizada casi dos semanas. Pero con la terapia y la medicación todo mejoró. Lo que no quiero decirle a nadie que amo es que nunca lo haré de nuevo porque no lo sé. No puedo predecir el futuro, ni saber si los medicamentos dejarán de funcionar o si cambiarán mis circunstancias y ya no podré pagarlos”.
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<b>Abel Ibarra, estudiante de la Universidad de Texas</b>: “Soy el tipo de persona que siempre tenía una sonrisa. Pero estaba escondiendo todo. Llegué a un punto en el que empecé a tener pensamientos suicidas y luego decía: 'No, eso es loco. Yo nunca haría eso'. Pero no era yo mismo. Pasaba por puentes y pensaba: puedo saltar ahora mismo, y por alguna razón algo siempre me contenía. Hubo un tiempo en el que me paraba ahí y pensaba: '¿De verdad quiero hacer esto ahora?' Siempre tenía esa lucha interna: '¿Merezco estar en este mundo ahora? ¿Me extrañarán?' Fui a terapia y luego hasta llamé a líneas de ayuda telefónica porque a veces necesitaba que alguien me escuchara. Siempre es así, estás feliz y de pronto, en segundo, ya no lo estás. Cuando comencé a tener mayor control me dije: tengo que luchar contra esto y comencé a buscarle un propósito a mi vida, por eso cuento mi historia”.
<b>Chris Agudo, activista</b>: “Por algún motivo, de la nada, pensé: 'Déjame encender el teléfono de nuevo'… Lo encendí y vi muchas llamadas perdidas, mensajes de texto y mensajes de voz. Y los revisé y eran de mis papás, mi hermano, mis amigos. Eso me afectó. Me llegó al corazón y fue como si hubiera nacido de nuevo. Fue algo tremendo, lo peor que he llorado en mi vida”.
<b>Andy Grant, coach y conferencista</b>: “He sobrevivido varios intentos de suicidio. Vengo de un linaje de suicidio, depresión y alcoholismo. Dos generaciones antes de mí habían cometido suicidio y hubo un tiempo en mi vida en el que sentí que era mi destino y que tenía esos pensamientos porque se suponía que debía que actuar en ellos. Incluso los intentos fallidos eran motivo para sentirme mal conmigo mismo, ni siquiera podía hacer eso bien”.
<b>Alisa Orber, comediante</b>: “Llega un punto donde simplemente hay absoluta desesperanza. Simplemente no hay nada. Lo que ocurre cuando me deprimo es que tengo esa sensación de desapego, como si no estuviera dentro de mi cuerpo. Como si viera mi vida por televisión, como si yo no estuviera ahí y me desprendo también por completo de los demás. Recuerdo decirle a alguien que no estaba saliendo porque estaba deprimida y me respondían que era una excusa, luego le dije a otra persona y alegaron que era porque no hacía ejercicio. Nadie te está escuchando y la gente te juzga por eso. No tienes ningún lugar al que ir y tienes tanto dolor que llega un punto en el que es abrumador. Cuando se indigna o te dice egoísta se trata de alguien que jamás ha sufrido una depresión clínica. Creo que usamos la palabra depresión con demasiada ligereza”.
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<b>Cecelia Markow, estudiante y músico</b>: “En un Día de San Valentín mi novio en ese entonces me violó. Después la relación se deterioró y luego tuve problemas de memoria, lo que hizo que mis calificaciones en la universidad empeoraran. Justo antes del intento estaba tratando de no pensar en todas las cosas malas cuando todas explotaron. Horriblemente. Decidí que ya no quería manejarlo porque no podía. Los medicamentos no funcionaban. A quienes pueden estar atravesando una situación similar les digo que por más que cueste, salgan del agua. Recuerden a todos los que los aman y a quienes ustedes aman. Es asombroso porque a mí me cuesta tanto pensar de forma positiva, pero quiero que la gente sepa que no importa cuán dura sea una situación, siempre hay alguien allí que te ama y que te quiere aquí”.
<b>Megan Rotatori, estudiante de la Universidad de Vermont</b>: “Creo que hay un gran estereotipo de cómo se ve alguien que sufre de enfermedades mentales. Siento que la mayoría de mis amigos y familiares, incluso quienes conocen lo que me ha pasado, no me ven como alguien que sufre de enfermedades mentales. Pasé por muchos diagnósticos, no podían descifrar qué era lo que tenía. Creo que mi vida ha sido mucho más dura de la de otras personas. Me violaron a los 14 años y nunca lo dije a nadie. Lo reprimí en mi mente, ni siquiera pensé en eso. En ese momento la depresión empeoró. Ya en la secundaria comencé a auto-infligirme daño. Todo se fue de control. Estaba medicada contra la depresión pero creo que abusé de ella para intentar sentirme mejor. Nunca pensé que era adicta a las drogas, pero creo que fue eso. Llegó un punto en que sentí que no me quedaba nada y fue ahí cuando terminé en la sala de emergencia debido a una sobredosis de medicinas”.
<b>René Severin, herrero</b>: “Un tipo me golpeó y me decía: ‘Hey, despiértate’. Y luego escuché: ‘Está respirando’. Llamaron a una ambulancia y me desperté por completo en ella, con mucho, mucho dolor. Lo único que podía pensar era en mi mamá. Me preguntaron a quién llamar y dije que a ella, de inmediato. Yo no era cercano a mi familia, pero es familia. Siguen ahí para mí todavía. Mi tía, al verme, me dijo: ‘No puedo creer que hicieras eso, hemos debido apoyarte más’. Odio cuando la gente hace eso, intentar culparse ellos. No, no es tu culpa. Es mi culpa y soy el único culpable. No quiero que nadie cargue esa cruz”.
<b>Natasha Winn, estilista</b>: “De verdad sentía que no valía nada y que no merecía estar viva y que… no lo sé. Sólo pensaba que era una persona horrible y la única forma de no ser horrible era morir. Incluso si tu amigo o tu amiga dice: voy a matarme, deberías tomarla en serio y no decir: eso es algo que siempre dices”.
<b>Carlton Davis, escritor</b>: “No puedo creer que haya vivido tanto tiempo, para ser honesto. No pensé que llegaría a los 30 o 40. Es un milagro que esté aquí todavía. Una noche decidí que me iba a ir. Fui a un puente de una autopista cerca de cada y estaba decidido a saltar. Lo único que me contuvo fue que no quería matar otra persona. No podía hacerlo. Quería, pero no podía. Esperaba que viniera la policía y que tuviéramos un altercado y que así fuera como muriera, pero no ocurrió. Regresé a casa y me pusieron en un hospital mental donde me diagnosticaron con desorden bipolar. Siempre pensé que mis problemas en mi vida venían por traumas en la infancia donde fui abusado sexualmente, pero mi psiquiatra pensó que había un componente algo biológico. Me medicaron con psicotrópicos y todo se fue. Ya no tenía pensamientos suicidas, aunque cuando me deprimo todavía vuelvo a ese lugar en mi mente y debo obligarme a mí mismo a no hacerlo. Eso me preocupa hasta el día de hoy”.
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Anita Estrada, enfermera: “Creo que siempre he tenido pensamientos suicidas, incluso en la niñez. Nunca lo intenté de pequeña pero recuerdo pensar: bueno, espero acostarme a dormir y no despertar. Crecí en un hogar cristiano y el suicidio era un pecado, así que nunca se lo conté a nadie. Todo se hizo más obvio en mis veintes cuando me diagnosticaron depresión con ansiedad atípica, y después de mi primer intento lo cambiaron a desorden bipolar. Mi último intento fue en 2011 y fue muy feo. En esa época yo no quería estar medicada por el resto de mi vida, así que, contra la voluntad de mi médico, dejé de tomar las pastillas. Dejé de comer y de dormir y después intenté quitarme la vida. Estuve hospitalizada casi dos semanas. Pero con la terapia y la medicación todo mejoró. Lo que no quiero decirle a nadie que amo es que nunca lo haré de nuevo porque no lo sé. No puedo predecir el futuro, ni saber si los medicamentos dejarán de funcionar o si cambiarán mis circunstancias y ya no podré pagarlos”.
Imagen Cortesía Dese’Rae L. Stage
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