La espiral de violencia que asedia a México desde hace 15 años no cede un ápice: al contrario, se acelera en este inicio de año desolador. Asesinatos, ejecuciones, secuestros y desapariciones forzadas son parte de la aterradora rutina diaria. Una crisis profunda, dramática, casi inexorable. Un ciclo vicioso e interminable de impunidad y de muerte. Cuatro periodistas asesinados sólo en el primer mes de 2022, una cifra escalofriante que extiende la cantidad de periodistas caídos en cumplimiento por su labor informativa a números exorbitantes, semejantes a un país en guerra.
El calvario de la prensa mexicana, agravado por un AMLO en negación
"A tres años de asumir el gobierno de Manuel López Obrador, las dificultades se han profundizado. El gobierno carece de reflejos y niega la realidad. El presidente afirma que no hay impunidad y rechaza los señalamientos al afirmar que los críticos pretenden empañar la imagen de su administración".
En las últimas dos décadas el periodismo mexicano estuvo marcado a fuego. “Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio”, tuiteó mi amigo, el escritor y periodista Javier Valdez Cárdenas, tras el asesinato de su colega Miroslava Breach en marzo de 2017. Meses después, en un crimen cobarde y artero, un sicario le arrebató la vida cuando salía de su querido periódico Ríodoce, en Sinaloa. A sangre fría y a plena luz del día.
Para honrar mi amistad no quiero abundar en números en este artículo: Javier insistía en que había que dejar de contar los muertos. Ponía énfasis en las historias de la gente común, describiendo personas de carne y hueso, revelando semblantes y exhibiendo la vida de múltiples víctimas anónimas de un tiempo letal, perenne, sin sentido. Escribió cientos de historias, crónicas fascinantes, artículos conmovedores. Libros sobre narcotraficantes, sus hijos, sus mujeres, sus crímenes y sus víctimas. Sus valiosos esfuerzos no fueron en vano, ayudan a desentrañar este período tenebroso de la democracia mexicana, ensombrecido por la falta de procuración de justicia y el fracaso –cíclico e irreparable– de las distintas administraciones de gobierno.
Si bien es arduo establecer un comienzo en esta etapa signada por el martirio de la prensa mexicana, el semanario Zeta de Tijuana bien puede servir como eje del inicio de una cronología sangrienta que desde entonces se ha vuelto incesante. Primero fue, en 1988, el homicidio de uno de los directores de la publicación, Héctor “el Gato” Félix Miranda, a manos de dos de los responsables de la seguridad del hipódromo Agua Caliente de Tijuana (condenados pero hoy en libertad). La autoría intelectual, como la gran mayoría de los casos, permanece en la impunidad.
Luego se produjo el atentado de 1997 contra el mítico periodista J. Jesús Blancornelas, fundador del semanario, una verdadera señal de alarma. Fue un anticipo brutal, siniestro, de una ola imparable de criminalidad que se extiende hasta hoy, como un fuego devorador. Blancornelas fue herido de gravedad en el ataque en el que murió su guardaespaldas Luis Valero, una agresión motivada por una investigación de Zeta donde describía cómo el cartel de de la droga de los Arellano Félix reclutaba delincuentes de las pandillas callejeras del Barrio Logan de San Diego.
Años más tarde, en 2004, Zeta fue víctima de otro homicidio a quemarropa cuando el licenciado Francisco Ortiz Franco, cofundador del semanario, fue asesinado por sicarios del mismo cartel frente a sus dos hijos, baleado cuando salía de una cita médica a dos cuadras de la sede de la policía estatal que había liberado la zona. Tras el asesinato de su amigo Ortiz Franco, un compungido Blancornelas confesó en su bunker de Zeta –custodiado por efectivos del ejército mexicano fuertemente armados– que sentía “remordimiento” por haber fundado el semanario, pero su carácter inquebrantable lo impulsaba a seguir aun en momentos de dolor y abatimiento. “No podemos dejar que el narco quiebre nuestro espíritu y que nuestros lectores piensen que tenemos miedo,” manifestó en su oficina.
Acaso el mayor disparador de la ola de violencia sin precedentes que se desató en el país fue la decisión del expresidente Felipe Calderón en 2006 cuando dispuso el despliegue de efectivos de la policía federal y el ejército para combatir el crimen organizado. Calderón reveló poco después en un encuentro con integrantes de la junta directiva del Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés) que el narcotráfico había desgarrado el tejido social a nivel comunidad y estaba haciendo estragos en la juventud que, sin futuro en los territorios dominados por la mafia narco, veía en el sicariato una de las pocas salidas posibles de la pobreza.
Sin estrategia para sustentar la embestida de las fuerzas de seguridad, la violencia impune se disparó a niveles obscenos, y México se transformó así en el país más letal para la prensa, en un contexto de violencia, corrupción e impunidad generalizada donde los asesinatos aberrantes, los secuestros y las desapariciones se volvieron moneda corriente. Los intentos de su gobierno y el siguiente –liderado por Enrique Peña Nieto– para revertir la situación fueron tan tenues como ineficaces: una fiscalía especial para la atender delitos contra la libertad de expresión, un mecanismo de protección para defensores de derechos humanos y periodistas y una enmienda constitucional para otorgar mayor jurisdicción a las autoridades federales sobre la investigación de estos crímenes. Todos esfuerzos que de poco sirvieron para menguar la grave crisis.
A tres años de asumir el gobierno de Manuel López Obrador, las dificultades se han profundizado. El gobierno carece de reflejos y niega la realidad. El presidente afirma que no hay impunidad y rechaza los señalamientos al afirmar que los críticos pretenden empañar la imagen de su administración. Mientras tanto, las organizaciones internacionales indican que, por el contrario, la impunidad es la norma y más del 95% de los casos no se resuelven. Las cifras coinciden también con los datos oficiales de la Fiscalía General de la República, razón por la cual la pregunta se vuelve inevitable: ¿en qué país habita el presidente López Obrador?
La expectativa generada tras su elección, que contó con el apoyo de una buena parte del gremio periodístico y generó optimismo entre las organizaciones de la sociedad civil sobre un combate frontal contra la corrupción y la impunidad chocaron pronto contra la intolerancia de un líder que transformó a sus críticos en la prensa como rivales políticos de turno. AMLO se ocupó de estigmatizarlos de forma constante, de vilipendiar a periodistas en sus mañaneras, de convertir la agencia estatal de noticias Notimex en una usina de ataques a sus críticos y llegó al ridículo de acusar la organización Artículo 19 de ser parte del “ movimiento conservador” en contra de su gobierno.
Lo cierto es que México arrastra desde hace años una delicadísima crisis de libertad de expresión y derechos humanos que está debilitando fuertemente al sistema democrático. Con un agravante: el jefe de Estado se encuentra en negación, sin asumir la responsabilidad que le corresponde. Está claro que no hay soluciones mágicas ni respuestas sencillas para un problema de semejante magnitud. Pero es necesario que el gobierno reaccione, que reconozca el enorme desafío que tiene por delante. La retórica vacía solo confunde. No sirve de nada. Un primer paso indispensable pasa por aceptar la dimensión de la crisis que tiene en vilo al país. Hasta tanto México no vuelque el peso completo de su administración de gobierno y agote hasta el último suspiro de voluntad política para priorizar y atender de manera integral el tema de la violencia y la impunidad en la agenda nacional, el país continuará transitando un camino plagado de dificultades, con más muertes, más censura, más silencio. Y menos democracia.
Carlos Lauría es periodista y experto internacional sobre libertad de prensa. Encabezó el área de libertad de expresión del programa de periodismo independiente de la Fundación Open Society. Previamente se desempeñó como director de programas regionales y responsable del programa de las Americas del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés).
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